martes, 18 de agosto de 2009

Novela exquisita del francés Donatien Alphonse François de Sade (1740-1814) Esta obra del divino Marqués se terminó de escribir en 1787. Tuvo 2 ediciones, la primera en 1791 y la segunda en 1797. Es considerada una obra cumbre tanto del autor, como del erotismo descarnado y convulso. 


Fragmento:

—Porque estás en nuestras manos, Thérèse, y la razón del más fuerte siempre es la mejor, como dijo hace tiempo  La  Fontaine.  A  decir  verdad  —prosiguió  rápidamente—,  ¿no  es  una  ridícula  extravagancia conceder, como tú haces, tanto valor a la más banal de las cosas? ¿Cómo puede ser una muchacha tan necia como para creer que la virtud depende de una mayor o menor amplitud en una de las partes de su cuerpo? ¿Eh? ¿Qué puede importar a los hombres o a Dios que esta parte esté intacta o ajada? Y te digo más: si la intención de la naturaleza es que cada individuo cumpla aquí abajo las funciones para las que ha sido formado, y la única razón de existir de las mujeres es servir de goce a los hombres, resistir de ese modo a la función que te ha encomendado es insultarla abiertamente. Es querer ser una criatura inútil para el mundo y, por consiguiente, despreciable. Esta quimérica castidad, que desde tu infancia han cometido la absurdidad de presentártela como una virtud y que, muy lejos de ser útil a la naturaleza y a la sociedad, ultrajaba visiblemente a ambas, no es más que una testarudez reprensible de la que una persona tan inteligente  como  tú  no  debiera  sentirse  culpable.  Pero  no  importa  y  sigue  escuchándome,  querida muchacha, porque voy a demostrarte el deseo que tengo de complacerte y de respetar tu debilidad. No tocaré, Thérèse, ese fantasma cuya posesión tanto te deleita. Una muchacha tiene más de un favor que conceder, y Venus puede ser celebrada en ella en más de un templo. Me contentaré con el más mediocre. Ya sabes, querida, que al lado de los altares de Cipris, hay un antro oscuro donde acuden a aislarse los Amores para seducirnos con mayor energía; ese será el altar donde quemaré el incienso. Allí no hay el menor inconveniente. Si los embarazos te asustan, Thérèse, de esa manera no pueden producirse: tu bonito  talle  no  se deformará  jamás.  Y  las  primicias  que  te  resultan  tan  dulces se  conservarán  sin quebranto, y sea cual sea el uso que de ellas quieras hacer, podrás ofrecerlas puras. Nada puede traicionar a una muchacha desde ese punto de vista, por rudos y múltiples que sean los ataques. Así que la abeja ha libado el jugo, el cáliz de la rosa se cierra, y nadie es capaz de imaginar que alguna vez haya podido entreabrirse. Hay muchachas que han disfrutado diez años de esta manera, e incluso con varios hombres, y no por ello han dejado de casarse después y pasado por intactas. ¡Cuántos padres, cuántos hermanos, han abusado así de sus hijas o de sus hermanas, sin que ellas se hayan vuelto menos dignas de sacrificar después su himeneo! ¡A cuántos confesores también no ha servido esta misma ruta para solazarse, sin que los padres tuvieran la menor idea! En una palabra, es el asilo del misterio, donde se encadena a los Amores con los vínculos de la prudencia... ¿Tengo que decirte más, Thérèse? Aunque este templo sea el más secreto, también es el más voluptuoso. Ahí sólo se encuentra lo necesario para la felicidad, y la vasta comodidad de su vecino está muy lejos de valer los excitantes atractivos de un local que se alcanza con esfuerzo, y en el que te alojas con trabajo. Hasta las mujeres ganan con ello, y aquellas a las que la razón obliga a conocer este tipo de placeres, jamás lamentarán los otros. Pruébalo, Thérèse, pruébalo, y los dos estaremos contentos.

—¡Oh, señor! —contesté—, no tengo ninguna experiencia sobre ese terreno, pero he oído decir que el extravío que preconizáis, señor, ultraja a las mujeres de una manera aún más sensible... ofende más gravemente la naturaleza. La mano del cielo se venga en este mundo, y Sodoma puede servir de ejemplo. 

—¡Qué inocencia,  querida, qué chiquillada! —prosiguió el libertino—.  ¿Quién te ha enseñado estascosas? Préstame un poco más de atención, Thérèse, y te haré cambiar de idea. La pérdida de la semilla destinada a propagar la especie humana, hija mía, es el único crimen posible. En este caso, si esta semilla ha sido metida en nuestro cuerpo con el único fin de la propagación, acepto que desviarla sea una ofensa. Pero si queda demostrado que al colocar esta semilla en nuestros riñones, la naturaleza está muy lejos de haber tenido el objetivo de emplearla por entero en la propagación, ¿qué más da, en este caso, Thérèse, que se pierda en un lugar o en otro? El hombre que entonces la desvía no ocasiona mayor daño que la naturaleza, que tampoco la emplea. Ahora bien, estas pérdidas de la naturaleza que a nosotros sólo nos corresponde imitar, ¿acaso no se producen en muchísimos casos? En principio, la posibilidad de hacerlas es una primera prueba de que no la ofenden en absoluto. Estaría en contra de todas las leyes de la equidad y de la profunda sabiduría, que le reconocemos en todo, que permitiera lo que la ofende. En segundo lugar, estas pérdidas son ejecutadas cien y hasta cien millones de veces todos los días por ella misma. Las poluciones nocturnas, la inutilidad de la semilla en la época de los embarazos de la mujer, ¿no son pérdidas autorizadas por sus leyes? Las cuales nos demuestran que, indiferente al destino de este licor al que cometemos  la  estupidez  de conceder  tanta  importancia,  nos  permite  malgastarlo  con  la  misma
despreocupación con que ella la practica todos los días; que tolera la propagación, pero siempre que la propagación entre en sus cálculos; que sí quiere que nos multipliquemos, pero que, no ganando más en este acto que en su contrario, la elección que nosotros hagamos le es indiferente; que, dejándonos dueños de crear, de no crear o de destruir, no la contentaremos ni la ofenderemos en mayor medida adoptando, ante una u otra opción, la que más nos convenga; y que la que elijamos, al no ser más que el resultado de su poder y de su acción sobre nosotros, es mucho más probable que le guste que susceptible de ofenderle. Ah, puedes creer, Thérèse, que la naturaleza se inquieta muy poco ante esos misterios a los que nosotros cometemos la extravagancia de consagrarles un culto. Sea cual sea el templo en el que se sacrifica, si permite que el incienso arda en él, es que el homenaje no la ofende. El mal uso o las pérdidas de la semilla  que  sirve  para  la  reproducción,  la  extinción  de  esta  semilla  cuando  ha  germinado,  el aniquilamiento de este germen incluso mucho tiempo después de su formación, todo eso, Thérèse, son crímenes imaginarios que no interesan para nada a la naturaleza, y de los que se ríe como de todas nuestras instituciones que, con frecuencia, la ultrajan en lugar de servirla.

«Corazón-de-Hierro» se excitaba al exponer sus pérfidas máximas, y no tardé en verle en el estado que tanto me había asustado la víspera. Quiso, para dar más peso a la lección, juntar inmediatamente la práctica al precepto; y sus manos, pese a mis resistencias, se perdían hacia el altar por donde el traidor quería penetrar... ¿Tendré que confesároslo, señora? Pues bien, obcecada por las seducciones de aquel malvado;  contenta,  al  ceder  un  poco,  de  salvar  lo  que  parecía  más  esencial;  sin  pensar  ni  en  las inconsecuencias de sus sofismas, ni en lo que yo misma iba a arriesgar, ya que aquel deshonesto hombre, poseedor de unas medidas gigantescas, ni siquiera tenía la posibilidad de visitar una mujer en el lugar más permitido, y llevado por su maldad natural, no tenía seguramente otro objetivo que el de lisiarme; con los ojos fascinados por todo eso, digo, estaba a punto de abandonarme y, por virtud, convertirme en criminal; mis resistencias se debilitaban; ya dueño del trono, el insolente vencedor sólo se ocupaba de instalarse en él, cuando en el camino real se oyó el rumor de un carruaje. «Corazón-de-Hierro» abandona al instante sus placeres por sus deberes, reúne a sus gentes y vuela hacia nuevos crímenes. Poco después oímos unos gritos, y los malvados, ensangrentados, regresan triunfantes y cargados de trofeos. Huyamos rápidamente —dijo «Corazón-de-Hierro»—, hemos matado a tres hombres, los cadáveres están en el camino y ya no hay seguridad para nosotros.